lunes, 26 de marzo de 2018

El día que la muerte nos visitó.


Señor, su esposa tiene cáncer.

Esta fue la maravillosa noticia que me dio el médico, así, a palo seco, sin anestesia. Fue un severo baldado de agua helada sobre el espinazo, me dejó frío. Para aderezar la vaina, me dice: lo mejor es llevársela a casa y darle gusto en lo que pueda, pues no hay mucho que hacer por ella.

Después de tres días en la sala de urgencias, los doctores vinieron a mí, y me dijeron que mi esposa estaba en las últimas, que lo mejor era llevarla a casa a pasar sus últimos días allá.

Ya se imaginarán lo difícil de estas situaciones, uno queda en las nebulosas, sin saber que decir ni que hacer.

Nuestro pasado, nuestros triunfos, nuestros fracasos, desamor, miedos, dudas, tristezas afectan nuestra vida, y nuestra manera de hablar, de ser, de responder ante los retos y dificultades de la vida.

Los cristianos podemos camuflar nuestros miedos, fracasos y orgullo, detrás de una supuesta fe.  No sabemos quiénes somos en Cristo, no tenemos identidad.

A los treinta años de casados, comenzaron a brotar algunos males en mi esposa, su cuerpo estaba cansado de la dura carga y del estrés del trabajar, trabajar y trabajar; y esto comenzó en serio, a minar su salud, con la “malparida” semilla del cáncer. 

Durante año y medio,  anduvimos para allá y para acá, tras de médicos y consultas, quimioterapias y torturas, hasta que su cuerpo se redujo a la mas mínima expresión; solo quedaban los huesos.

En el transcurso de ese tiempo, supe lo que era amar a alguien, sin esperar nada cambio, aunque deseándolo todo. Así pude entender que: Tratándose de amores, todos somos expertos en esta vida, sobre todo en amores pasajeros o de ocasión.

Aquel día sentado al lado de esa cama de hospital, observé la fragilidad de la vida y la posible muerte de mi esposa. Una parte de mí quería hundirse en la comodidad de botar todo al carajo, al traste o a la basura y rendirme ante la vida.

En ese momento tuve un abrumador sentimiento, me estaba conectando profundamente con la belleza de la vida. Me levanté y salí al parque contiguo a la clínica donde estaba mi esposa, observé maravillado los árboles y el canto de las aves, las montañas a la distancia, repentinamente vi la inherente majestad y significado en todo mi alrededor. Quería vivir, desee con todo, que mi esposa se sanara.

Sentí que tenía que aprender el significado de amar, y cómo cambiaría mi vida. Al mismo tiempo sabía que Dios me estaba dando un mensaje muy fuerte.

Siendo totalmente honesto, la reflexión personal es difícil, y yo me vi forzado a parar y hacerla. Y con todo ese correr parece que me estaba perdiendo lo importante. No es solamente una loca carrera por alcanzar cosas y logros, sino el vivir plenamente la vida aquí en este mundo, junto con los seres amados y los no amados.

Al compartir habitación en un hospital con otras doce personas que sufren heridas en el cuerpo y en el alma, no es nada fácil. Todos pedían atención, pero con tan poco personal médico, cada uno está metido en sus propios temores y miedos, acompañado solo por sus dolores. No te aconsejo para nada el estar allí.

Todos luchando por sus propias vidas en medio del dolor, con deseos de regresar al mundo a vivir sus vidas.

Me pregunto. ¿Por qué estamos todos luchando tan desesperadamente por la vida?

Instintivamente, todos sabemos que la vida es maravillosa, aunque conscientemente lo ignoramos todo el tiempo. Porque vivimos en una carrera de locos tanto en casa, como en el trabajo. Espero que no sea esto lo que nos motive para seguir viviendo.

El problema no es la vida, sino el cómo escogemos vivirla; nos negamos a respirar profundo, a caminar despacio, a levantar nuestros brazos al cielo para dar gracias a Dios por todas las maravillas que podemos disfrutar, ver, tocar  y oler.

Nos es mucho más sencillo hundirnos en la desesperación de las ocupaciones, que esforzarnos por amar y abrazar a cada persona, que hombro a hombro luchan junto a nosotros por la vida, por la verdad; a quienes batallan con la misma intensidad que nosotros, por el infinito valor de la vida.

Mi madre estaba enferma hacía ya dos años, pero nada grave, hasta ese lunes que se agravó y toco llevarla de urgencia al hospital, en unas cuantas horas, falleció.

Ese mismo día, en el momento de sacar de la casa a mi madre, el esposo de mi hermana, quien tenía principios de enzainar, se salió de la casa y no fue posible prestarle atención, debido a la premura de la situación.

Ya en la tarde, se dispuso de personas para buscarlo, pero no apareció, y con los asuntos de la muerte de mi madre, se hizo necesario esperar hasta el otro día.

Al siguiente día lo del funeral y la búsqueda del cuñado, todo fue un complique; se dio el reporte a la policía, y ellos dijeron que lo buscarían.

Pasado el funeral, mi hermana y sus hijos se dispusieron a encontrarlo, se dio informes por la emisora local, por el canal de televisión comunitario; se ofreció recompensa, al poco tiempo comenzaron a llamar de distintos puntos de la región, todos decían haberlo visto. La búsqueda se subdividió en varios lugares, en varios pueblos, y en ningún lugar apareció.

Mientras que yo estaba con mi esposa en cama debido a su enfermedad.

Por razones de la muerte de mi madre, mi hija había venido de la capital y estaba ayudando a atender a mi esposa (su mamá), y en la búsqueda del perdido. Todos tenemos muchas más ocupaciones que horas laborales, por tal razón andamos corriendo y angustiados, además de cansados.

Todo se movió en ese orden de ideas durante toda la semana, el domingo mí hija se volvió a la ciudad a su trabajo, se habían acabado los días de permiso. Mis otros dos hijos, cada uno en sus labores también, y yo con mi esposa en casa.

Durante esa semana mi esposa comenzó a desmejorarse más cada día, por lo de la muerte de mi madre. Ya pasadas las cuatro de la tarde se arrunchó en cama y no quería nada, ni habló ni molestó para nada, fue tal lo que sentí, que me arrodille a  orar a los pies de la cama. Así estuve más de una hora, luego me paré a tomar algo, le ofrecí a ella y no quiso nada, mas tarde me postré de nuevo, le tomé la mano y estuve por otro buen tiempo así.

Llamé a mi hija después de las seis y me dijo que estaba llegando a Bogotá, pero que había mucho trancón de carros a la entrada. Como a las siete de la noche, ya sentí el frío de la muerte en mi esposa, y con voz audible orea así: “Señor Jesucristo, si es tu voluntad llevarse a mi esposa, llévatela, yo lo acepto, pero si no lo es sánala, para que se vea tu gloria. Pues así enferma no es testimonio para nadie”. Al instante mi esposa me dice: tranquilo mi amor, yo estoy bien. Suspiró y se fue.

Me puse de pie, la toqué, le tomé el pulso, pero nada, no estaba ya. Espere unos cinco minutos, con el llanto en mi garganta, y lágrimas en mis ojos, volví a revisarla, y le pregunté; ¿amada mía te fuiste? Está bien, le dije. Que Dios te reciba en su santo seno. Luego llamé a mis hijos que estaban con migo en el pueblo, y les comente la situación, también llamé a mi hija para informarla, apenas había llegado a casa. Me dijo que llamaría al jefe para decirle la situación y alistaría su ropita y se devolvería esa misma noche.

En seguida llegaron los hijos, y el resto de familia, llamaron al médico y demás entidades pertinentes, para los trámites legales.

Gracias a Dios ninguno de nuestros hijos estaba en casa para presenciar esto. 

Esa noche no pude dormir, el dolor es difícil de describir con palabras, solo lo puedo medir en una escala de "1 a 10" el mío al menos era de 13. El dolor no afloja, no tenía ni idea de que este tipo de dolor existía.

Al día siguiente estaba andando apurado como siempre, nada inusual para alguien de este mundo. Mi esposa recién se había ido de este mundo, así que hice un esfuerzo más por ganarle a la situación, y mientras esperábamos la familia de mi esposa, y lo pertinente para su sepelio, nos pusimos a orar esa tarde noche del lunes, justo ocho días después de la muerte de mi madre; en ese justo instante llamaron a mi hermana por lo de su esposo, era la fiscalía para informar que habían encontrado a su esposo, ya bien muerto y desfigurado, llevaba varios días en un desfiladero de unas montañas cerca al rio. Lo habían identificado por sus documentos, pero requerían comprobaciones mayores, porque él era extranjero.

Después de unos cuantos días, desgastado por el sufrimiento incesante, me fui al campo a pasar mi agonía allí.

Nuestros frágiles cuerpos simplemente no están equipados para este grado de dolor. Hubiera hecho cualquier cosa para escapar de él. Después de unos cuantos días, completamente desgastado por el sufrimiento incesante, yo no sabía ni que quería.

Estaba conmocionado, nunca pensé que un cristiano sufriría de cáncer, nunca me imaginé que el cáncer nos atacaría. Qué equivocado estaba, la muerte atropelló mi mente, mi casa, mi familia.

Recordando esta experiencia, siento que Dios me ha dado uno de los regalos más grandes que pudiera imaginar.

Sólo que esta vez eran las puertas del dolor y del sufrimiento las que me abrían un mundo diferente. No fueron esos momentos de placer y armonía que vivía antes.

Mis resoluciones son muchas y sí, lo sé, ingenuamente poco realistas. Esas semanas en la finca me enseñaron tanto sobre lo que me gusta y lo que no me gusta de mí mismo. De ahora en adelante me detendré regularmente para saborear la belleza de la vida diaria, aburrida, simple y dramática, pero es mi vida, y vale mucho. Me esforzaré cada día para ponerle sabor, ganas, alegría y mucho más.

Aún sigo siendo humano, y lucho por alcanzar mis propósitos, puede que no lo logre inmediatamente, pero me estoy esforzando en oración, trabajo y estudio, para concretar lo esperado y para dejar que Dios trabaje en mí. Por ahora, estoy disfrutando del lento caminar, de sonreír por las dificultades que aún persisten, de pasar tiempo a solas en el campo, para dejarme llenar de la abundante paz que allí se respira, y tratando de escribir.

Es toda una batalla por la sanidad mental y espiritual.

¿Están locos? Porque soy distinto a los demás me creen loco.

La gente habla y habla pero no dicen nada, ahora sí que se jodió la cosa, la noche es peligrosa y su cara no me gusta, pero esto apenas está empezando.

No seas cobarde, me dijo el Señor aquel día cuando tuve miedo en la oscuridad de la noche en la finca. Me acosaron todos los recuerdos de la muerte, se me paralizó el cuerpo, la mente y las palabras. Clamé con fuerza desde mi espíritu, y ore desde allí, “nada es imposible para Dios”.

En aquel lugar encentró paz, serenidad, goce; me la paso bien, incluso, conmigo mismo.

Como cristianos, ciertamente dejamos mucho que desear. Acudimos los domingos, al culto, y algún otro día, conforme a nuestro tiempo, pero esto es más una postura social.  

Tenemos a Dios como “cajero automático”.  En el mismo momento en que tenemos lo que deseado nos olvidamos de Él. No somos agradecidos, ni con Dios ni con los hombres.

Siempre he sido muy sensible a las injusticias y al sufrimiento de los demás.

Por eso hoy, concluyo que “todos sabemos querer, pero pocos sabemos Amar”.

Ya en 1978 la muerte nos había visitado en la familia. En un accidente de tránsito habían fallecido mi padre, mi hermano y una sobrina. También tres personas. Esa fue la primera experiencia con la muerte que he experimentado.

Siempre la primera vez es más traumática, duré cinco años sufriendo y llorando cada 31 de diciembre, pues ese día fue el fatídico. Soñaba seguido con mi padre, en diferentes circunstancias, mientras no enfrenté todo ese dolor, iba en aumento, por el resentimiento, pero aprendí a entregar a Dios todo eso; en oración y reflexión. Poco a poco fue desapareciendo, hasta sanar. De esa terrible experiencia, a esta otra, habían pasado 38 años y medio. 

Creo que sufrí un trastorno por estrés postraumático, a causa de un duelo no resuelto.  Los cambios familiares que nos produjo esta muerte fue algo devastador, las reacciones de los niños frente a la muerte de nuestro padre, afectó mucho el desarrollo emocional, debido a que mi madre quedó al frente de 6 hijos menores y 6 adultos. Creo que ella no
tenía capacidades para afrontar tanta carga en sus hombros.

Los menores sufrimos la pérdida de mi padre, y el apoyo de mi madre; por las condiciones económicas en qué quedamos; mi madre tuvo que asumir responsabilidades más amplias y nuevas dentro y fuera de casa.

Fue un duelo bastante complicado, se prolongó en el tiempo, generando diversos trastornos psicopatológicos convertidos en enfermedades del cuerpo y del alma; como tensión alta en mi madre, rebeldías en mis hermanos menores, y sin ningún apoyo personal.

Después de 8 meses de esta segunda visita de la muerte, mi dolor aún está, pero en un nivel moderado, creo que esta en 7 de 1 al 10; ha descendido a la mitad más uno.

Uno no entiende estas pérdidas hasta que no las vive, mientras los demás están alegres, uno se siente solo y vacío, creyendo que su mundo está acabado. Los demás sonríen mientras uno llora.

Así es la muerte, pocas personas entienden el dolor, la soledad y la frustración que se siente. Solo quien lo ha vivido entiende su pesar

Hoy en día, luego de su partida, sé que mi madre, mi esposa y mi cuñado, fueron un tanto afortunados, siempre estuvimos con ellos en su vida, es decir, fueron personas muy queridas y valorados.

Es algo natural sentir tristeza y dolor en estas situaciones difíciles de la vida, más, sin embargo, sufrir sin propósito, o hacerse la víctima, no logrará darnos ni paz ni esperanzas a nuestro corazón. Debemos celebrar el hecho de estar vivos, para evitar ser más miserables.

Muchas veces nos preguntamos el por qué nos pasan estas cosas a nosotros. Muy seguramente hay mucho por hacer para evitar la muerte, pero que llega, llega. El problema es cuando dejamos de hacer lo que pudimos haber hecho, ahí si vienen los remordimientos y la sensación de culpabilidad, y estas nos pueden matar.

Los seres humanos somos malos para aceptar la muerte, nos cerramos y decimos estar bien, aunque estemos gritando y llorando por dentro.

En mi caso personal, estoy muy agradecido con Dios y con la vida, que, aunque mi esposa no está conmigo, mi hijo mayor me dio una nietecita muy hermosa, y ella es una gran motivación para querer vivir con gran entusiasmo y alegría.

Después de más de veinte años en el cristianismo, y después de un diagnóstico de cáncer en ovario, haciendo un balance de ese tiempo puedo discernir que la palabra de Dios es fiel y verdadera; los infieles somos nosotros.

Ya, a esas alturas del partido, comienzo a divisar propósitos nuevos, pues veo con claridad que la vida es una sola y hay que vivirla con fe y optimismo, para poder así servir a otros.

Hoy sé que la vida sigue, a pesar de haber perdido a mis seres amados.





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